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Fue un mes de junio de 1783 cuando los hermanos Montgolfier hicieron su famosa demostración pública en la que, por primera vez en la historia,—las tentativas de Bartolomeu Lourenço de Gusmão, 74 años antes, no tuvieron demasiado éxito— un invento del ser humano conseguía volar. Imagínense las emociones que aquello causó entre el público: asombro, miedo, orgullo… y entre todos los espectadores, a muchos seguro que también les provocó anhelo. El deseo de experimentar algo nuevo, la curiosidad de sentir lo que sienten los pájaros, de ver el mundo desde el otro lado. Esa fuerza que impulsa al ser humano a seguir buscando aunque parezca que ya lo ha encontrado todo, a investigar, a explorar y a experimentarlo todo, nos ha permitido en sólo 230 años, convertir el vuelo en algo cotidiano. Hoy los aviones recorren el cielo constantemente, llevándonos de un lugar a otro por muy diversas razonas. Volar es algo tan común que en los aviones incluso nos dormimos, comemos, vemos películas… y sin embargo, ante la perspectiva de volar en globo nos embarga la emoción, los nervios. Hoy en día, en una época en la que estamos inmunizados contra prácticamente todo lo que ocurre a nuestro alrededor, en la que se diría que la aventura se ha olvidado y cambiado por la rutina, todavía podemos experimentar la misma sensación de aquellos pioneros que miraron al cielo y decidieron que de una u otra forma caminarían por él. Hoy, sólo por placer, podemos decidir que nos merecemos vivir algo tan auténtico, tan mágico y misterioso como volar en globo, convertirnos en pasajeros del viento y sobre él, vivir una romántica aventura con todos los ingredientes de las aventuras clásicas, pero con la seguridad y la confianza que exigen nuestros tiempos, muy diferentes y a la vez muy parecidos, a los que permitieron al hombre pasear por las nubes hace 230 años.

Si quieres saber más visita nuestra página de Historia de la aerostación.

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